sábado, 10 de mayo de 2014

La maleta


El tercer novio que mi hermana trajo a la casa y presentó a la familia se hacía llamar Damiani. No era especialmente guapo o simpático y sí bastante delgado -esmirriado diría yo- y narigón. Usaba siempre jeans gastados y camisetas desteñidas. Tenía apariencia como de hippie de los ´60, lo que hacía que las altas esferas familiares -a.k.a. mis abuelas materna y paterna- lo miraran con desconfianza. 
Era un tanto enigmático y desconcertante; decía venir del Sur (del país o del planeta; da igual) y que era huérfano; su padre lo había abandonado siendo un niño y su madre había muerto luego de una larga, rara y jamás aclarada enfermedad. Tras tan desdichados acontecimientos había salido de su lugar natal para no volver jamás.
Se definía como un librepensador y trotamundos y deleitaba a la audiencia con historias que había vivido ya fuera en Japón, Singapur o Madagascar (dignas de escuchar aunque difíciles de comprobar). Aparecía y desaparecía como por arte de magia debido a un trabajo que lo obligaba a viajar a cualquier punto del globo en cualquier período del año... y que nunca supimos cuál era.   
Debido a esto, Damiani no poseía bienes materiales a excepción de una maletita marrón llena de calcomanías de distintos lugares que llevaba consigo y de la que jamás, jamás se desprendía. Esa era la única cosa en este mundo -de ahí la desconfianza de mis abuelas- a la que parecía tenerle verdadero apego. O afecto. 
El contenido de la susodicha maleta era objeto de variadas disquisiciones entre los integrantes de la familia. Madre y padre afirmaban que contenía, lógicamente, recuerdos de su anciana madre; los tíos, que contenía documentos, visas, pasaportes en el caso de que tuviera que viajar de urgencia; las tías se perjuraban y se preguntaban si no contendría algún elemento que lo relacionara con la mafia rusa -de la que él, osado, afirmaba conocer secretos- . 
Jamás lo dijo y nosotros -respetuosos- jamás le preguntamos.
Era una tradición en la familia que todos los 31 de diciembre nos reuniéramos a festejar el fin de año. Todos asistían "No matter what"; así que, allí  fue arrastrado el buen Damiani de mala gana a conocer a su inmensa futura parentela. 
Fue luego de la cena pero antes de los fuegos artificiales que Damiani comprobó, entre incrédulo y atónito, que su maleta había desaparecido. Fue un segundo, un instante de distracción -cómo sucede siempre- lo que llevó a, que ese año, nos perdiéramos el brindis con las campanadas y bocinas que anunciaban el año nuevo, ya que todos, todos estábamos intentando dar con la maleta.
Se creó tal alboroto y desorden (los niños gritando, las tías persignándose y encendiendo velas a San Judas Tadeo, madre y padre recorriendo la casa de arriba a abajo, tíos llamando a detectives amigos que ayudaran) que lo único que conseguimos fue asustarlo.
Cerca de la madrugada, habiendo desistido de la búsqueda, (cómo ocurre siempre las cosas aparecen cuando uno menos las espera) finalmente la maleta apareció. Intacta. 
Los primos de la capital -nos enteramos al año siguiente- intrigados por la historia de la maleta imposible la habían escondido y pensaban abrirla a medianoche para develar su contenido siniestro.
Damiani agradeció entre sincero y aliviado. No tanto por la maleta, creo yo, sino porque nadie había podido ver su contenido. 
Partió después del desayuno, despidiéndose largamente de mi hermana, hacia rumbo desconocido.  
Una vez más, sus tareas -cualesquiera fueran- lo requerían de manera im-pos-ter-ga-ble.   
Nunca volvió y jamás supimos que fue de él.